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Sobre la familia y el hogar

2017, 1200 palabras

Hoy he ido a cenar con mis padres a un restaurante mexicano. Mis padres están separados desde hace un tiempo, tras cuarenta años de matrimonio, pero seguimos reuniéndonos a veces para cenar los tres juntos como si no hubiera pasado nada. Creo que en parte lo hacen por mí.

En el restaurante, muy cerca de nuestra mesa (era un sitio pequeño, informal) había otras dos mesas ocupadas. Una de ellas por una pareja de latinos estadounidenses, jóvenes, con dos hijas pequeñas. Mayormente hablaban en perfecto inglés, pero de vez en cuando decían algo en español. Probablemente inmigrantes mexicanos de segunda o tercera generación en Estados Unidos. Sus niñas serán la siguiente. En la otra mesa estaban sentados un chico y una chica españoles, también jóvenes, tal vez de mi edad. El chico hablaba de forma algo amanerada y la conversación era mayormente una retahíla de cotilleos sobre las rencillas entre sus amigos en común y la vida amorosa de la chica. Puede que el chico fuera gay, pero no estoy seguro. En cambio, la pareja de estadounidenses se pasó toda la cena regañando a las niñas, que, por su edad, no paraban de corretear, tener berrinches y jugar con la comida. El hombre y la mujer no tuvieron nada ni siquiera remotamente parecido a una conversación. Todo era: «come here» y «don’t do that», e incluso llegué a escuchar un firme «don’t ever do that again» por parte del padre, aunque sin perder la calma.

 

Y sin embargo, a pesar del tedio de las regañinas constantes, a pesar de no tener ni tiempo ni energías para hablar entre ellos de algo que no fuera el torbellino creado por sus hijas, ese vórtice de caos en medio del restaurante

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Welcome new baby, por Henry Hintermeister (1897-1972)

que solo ellos podían (y tenían la obligación de) controlar; a pesar de todo ello, decía, la pareja de jóvenes mexicoamericanos (o tal vez los cuatro, la familia en su conjunto) irradiaba salud, energía, vitalidad y una cierta sensación de arraigo, como de llevarse el hogar con ellos dondequiera que fuesen. Ninguno de los demás que estábamos allí teníamos eso: ni mis padres, ni yo, ni el chico amanerado y su amiga hablando de sus últimos viajes.

La algarabía formada por las dos niñas y las continuas reprimendas de sus padres llenaba la minúscula habitación, reverberando entre las estrechas paredes, y mis padres tenían que hablar mucho más alto para entenderse (yo no hablo demasiado): era incómodo, sin duda; era menos tranquilo que estar los tres solos allí, como antes de que los otros llegaran. Pero esa sensación de hogar lo compensaba con creces, al menos para mí. Los padres parecían de veintimuchos o treintaypocos, pero se les veía perfectamente asentados: habrían venido a Madrid de viaje, o tal vez estarían recorriendo varias ciudades españolas, en familia; después seguramente volverán a Estados Unidos, volverán al trabajo y les contarán a sus amigos y al resto de su familia los detalles de su pequeño viaje a España. Si todo les va bien, de aquí a veinte o treinta años serán abuelos y tendrán una familia extensa y una buena casa, y serán ellos los que organicen las cenas de Navidad o Acción de Gracias a las que asistirán todos: primos, tíos, sobrinos, abuelos, bisabuelos, nietos y bisnietos.

Por supuesto, siempre habrá vectores de entropía y desintegración que amenazarán con atravesar, y es posible que atraviesen eventualmente, el delicado tejido de ese futuro: la posibilidad de la enfermedad, las adicciones, el adulterio, la violencia doméstica, la pobreza inesperada, o simplemente el tedio y el desencanto morboso que acechan siempre tras el auge de la comodidad y la prosperidad económica. Pero si lo hacen bien y tienen a los hados de su parte, podrán llegar a crear un pequeño, pero importante, refugio iluminado en medio de la noche del mundo. Un bastión de estabilidad y una fortaleza contra la entropía, como exige la vida misma, que protegerá a los que habiten en él de las tormentas, los vendavales y los demonios que acechan en la oscuridad. Habrán cumplido entonces, si lo logran, la misión más básica de todo ser viviente: crear orden a partir del caos, crear una estructura que pueda dar a luz a nuevas estructuras posteriores, y así sucesivamente.

Frente a una tarea tan ardua y tan magnífica, ¡cómo empequeñecen las otras! ¡Qué frívola y ridícula parece a su lado toda esta telaraña de cuchicheos por Facebook, sarcasmos por Twitter y frases tatuadas en cursiva que hemos llegado a llamar nuestra cultura! Qué tenue y triste resulta entonces, en comparación, la conversación de aquel chico afeminado con su amiga, o la nuestra, frente al monótono «come here» y «don’t do that» de aquel padre a sus hijas. Cómo empalidece entonces nuestra lucha adolescente por la independencia y la individuación: necesaria como sin duda lo es, parece sin embargo que en nuestro tiempo esa adolescencia se prolongase indefinidamente, sin final a la vista. Parece que con veinticinco o treinta años, o más mayores aún, todavía tuviésemos que seguir diciéndole al mundo: «soy especial, no me conoces en realidad, soy único, me gusta el cine mudo y tengo el pelo teñido de morado».

Pero la individuación es solo una fase. Es solo en este tiempo, en esta cultura, seguramente por primera vez en el mundo, que hay una generación entera que parece querer dedicar toda su vida al onanismo, mantenerse en una especie de ciclo masturbatorio sin fin, y si acaso, ya si acaso, tener un hijo único a los cuarenta. Y sí, el capitalismo está detrás de eso, pero también la educación sexual y los preservativos gratis. Y sí, el capitalismo está detrás, sin duda, pero también el feminismo y la incorporación de las mujeres al mercado de trabajo. Y sí, Hollywood está detrás, y Silicon Valley está detrás, pero también los ideales ilustrados de Locke, Rousseau o Mill, y la Revolución francesa. Y sí, las grandes corporaciones están detrás, pero también los ideales socialistas de emancipación y disolución de las jerarquías y los vínculos tradicionales.

Tiene sus virtudes vivir en un estado moderno, en una democracia liberal, donde los hombres no estén rígidamente marcados por su nacimiento y donde las mujeres no tengan que limitarse a ser amas de casa o prostitutas; con medidas socialistas de redistribución de la riqueza y una economía capitalista que llene nuestras neveras y nos dé smartphones con reconocimiento de voz. Pero no olvidemos que todo eso ha sido hecho, con tremendo esfuerzo a lo largo de los siglos, para facilitar una única y fundamental tarea: crear refugios en la noche, iluminados por dentro y con paredes sólidas y que protejan contra el frío y la tempestad. Crear vórtices de acumulación de neguentropía dentro del salvaje océano de entropía que es el mundo: es decir, crear eso que llamamos hogares. Cenar palitos de merluza descongelados en el microondas, solo, delante del resplandor azulado del televisor, no hace justicia al esfuerzo de nuestros ancestros. Pasarse la vida teniendo aventuras amorosas efímeras y persiguiendo una carrera de diseño gráfico para terminar soltero y sin hijos a los cuarenta, tampoco.

Yo no puedo hablar mucho: yo soy de los de los palitos de merluza. Pero algo se me agita y me aguijonea por dentro cuando veo a una familia feliz y sólida, como esa pareja de mexicoamericanos y sus dos hijas de vacaciones en España, creando hogar a su alrededor. El que eligiesen cenar en una cadena barata de restaurantes mexicanos, precisamente estando de vacaciones en España, es otra historia.

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