Sobre conocimiento y poder
2023, 3300 palabras
Sabemos lo que son las cosas solo a medias, igual que una araña o un perro. Estoy en el Parque del Oeste y tengo el abrigo extendido sobre la hierba, y de pronto me he dado cuenta de que había una arañita encima. Para espantarla, he llevado la mano hasta cerca de donde estaba y he tamborileado suavemente con los dedos sobre el abrigo, de forma que la araña ha notado la vibración y se ha asustado, volviendo a la hierba (o así lo interpreto yo). Y entonces he pensado que la araña percibe un peligro, probablemente por una mezcla entre la vibración de la superficie donde está apoyada y tal vez que mi mano al acercarse le ha tapado la luz del sol y ha notado un cambio de luminosidad, y quizás algún otro factor más, pero no sabe (supongo) que ese peligro soy yo, un «humano», ni tampoco lo conceptualiza conscientemente, como haríamos nosotros, mediante nuestro concepto –lingüísticamente articulado– de «peligro».
Probablemente ni siquiera tenga un concepto de «animal» o «cosa-que-se-mueve» más allá de cierto tamaño (por ejemplo algo más grande que ella, como a partir del tamaño de un caracol o así), si es que se puede hablar de conceptos o conceptualización en absoluto en el caso de una araña, cosa que habría que matizar mucho. En cualquier caso, en fin, he pensado brevemente sobre las diferencias cognitivas que hay entre esa pequeña araña y yo, y en cierto sentido se me ha venido a la cabeza la idea (de sentido común, y repetida también por algún que otro filósofo) de que la araña no sabe lo que son las cosas que le rodean, sino que simplemente tiene instintos «preprogramados» que le hacen responder a estímulos de determinada manera, por ejemplo huyendo al notar una vibración de cierto
tipo en la superficie donde está, quizás junto con algún otro factor extra. Sin embargo, rápidamente me he dado cuenta de que esa idea ingenua de que la araña no sabe lo que son las cosas (como que yo soy un «humano» haciendo un esfuerzo consciente por espantarla de mi abrigo, o que eso es un «abrigo», etc.), pero yo sí que lo sé, es una idea a la que hay que resistirse.
Primero, porque las cosas no tienen un solo ser, unívoco, que yo, o los humanos en general, por alguna curiosa coincidencia, seamos capaces de conocer –tal vez por ser los favoritos de Dios o alguna cosa similar– mientras que otros seres no. Eso de lo que he echado a la araña no es ontológicamente, en un sentido absoluto, como si hubiéramos encontrado su «identificador único» en términos informáticos, o como si hubiésemos alcanzado una verdad absoluta, completa, sobre su ser, o el punto de vista de Dios; esa cosa no es, decía, en ese sentido, un «abrigo» (ni una manifestación corpórea del «abrigo» platónico, ni un reflejo del «abrigo» primordial en la mente de Dios, ni leches similares): es un abrigo para mí, un loquesea para un indio yanomami o un sentinelés, y otra cosa enteramente distinta para mi gato, y aún otra cosa más, enteramente distinta de todas las anteriores, para la araña que estaba encima, explorándolo como un nuevo territorio, hace unos minutos.
Tampoco se trata, en segundo lugar, de que nosotros les pongamos nombre a las cosas y otros animales no, como si eso nos confiriese (como también piensa y ha pensado mucha gente a lo largo de la historia) la capacidad de conocer o captar sus «verdaderas esencias» o su «ser real», y con ello ya pudiéramos conocer lo que las cosas son, y no simplemente que esto es rojo o verde o tiene tal o cual forma o aroma o duele o quema si me acerco. Y sin duda el lenguaje, el lenguaje específicamente humano, tiene gran parte del mérito (o la culpa, según a quién preguntes) de que estructuremos cognitivamente la realidad de manera muy distinta a la de las arañas e incluso de los gatos, los cuervos o los monos (que se nos parecen más, pero aun así no cuentan con esa poderosa herramienta). Es difícil, por tanto, sobreestimar la importancia del lenguaje humano, pero aun así siempre hay algún tonto que lo hace. En la Biblia, por ejemplo, el conocimiento del bien y del mal, el fruto del Árbol de la Ciencia, prohibido para Adán y Eva, causa, entre otras cosas, que estos antecesores míticos de la humanidad comiencen a poner nombre a las cosas, siguiendo con la idea de fondo, antes mencionada, de que nombrar algo mediante una palabra y comprenderlo, conocerlo en un sentido esencial, ontológico (saber qué es, a qué categoría ontológica pertenece, etc.), son una y la misma cosa; o, en todo caso, que lo primero permite lo segundo. (1) El mismo motivo puede verse en los cuentos tradicionales, como los de los Hermanos Grimm y otros, donde conocer el «nombre verdadero» de un ser mágico o un aspecto de la naturaleza permite tener control sobre él, como se puede apreciar en el cuento Rumpelstiltskin, a partir del cual este tópico literario (o creencia mágica tradicional, según cómo lo entendamos) ha venido a llamarse «principio de Rumpelstiltskin». (2)
Pero esto también es ilusorio, puesto que, como he dicho antes, no hay un único ser de las cosas, una «esencia verdadera», unívoca, que sea la correcta o la verdadera o la auténtica o real, sino que hay, como mínimo, una por cada bicho, organismo, o sujeto actuante o cognoscente (o al menos por cada tipo de bicho, organismo o sujeto actuante o cognoscente que pudiera distinguirse cabalmente a estos efectos), que opera con ellas: eso es un «abrigo» para mí, un loquesea para el yanomami o el sentinelés, «esa cosa suave que huele bien y donde me restriego de vez en cuando dejándolo lleno de pelos» para mi gato (o algo aproximado), y «eso», indeterminado –o indeterminable para mí, al menos–, para la araña de antes. Así pues, dado que la realidad, el ser de las cosas, es múltiple y relativo al sujeto (o al tipo de sujeto, o lo que se quiera) que opere con ellas en cada caso, también es ingenuo pretender que con la palabra que le asignemos a esa cosa estaremos captando su «ser real», lo que la cosa es «en realidad», de una vez por todas, absolutamente, etc. Por tanto, el que tengamos lenguajes como los que tenemos y pongamos nombres a las cosas con las que nos encontramos, por muy sofisticado y útil que sea (y yo creo que lo es), tampoco hace que pasemos de una posición epistémica en la que meramente «sabemos cosas», como que algo quema o algo duele, a otra en la que, armados con la ciencia divina y el Logos, sabemos no ya algunas cosas, sino lo que son las cosas, en ese sentido unívoco o absoluto. Eso, así concebido, es sencillamente un imposible: una ilusión. (3)
Y por último, no tiene sentido afirmar que la araña no sabe lo que son las cosas y yo sí porque, al igual que el conocimiento que tiene la araña sobre mi abrigo es limitado (por ejemplo, no sabe que eso que está explorando para mí es un objeto, o sea, que conforma para mí una unidad al nivel ontológico, llamado «abrigo», y que lo uso para pasar menos frío en invierno, etc.), el mío también lo es. Hay, al menos potencialmente, una infinidad de hechos verdaderos sobre mi abrigo que yo desconozco (aunque la verdad también sea relativa a cada perspectiva epistémica o punto de vista, pero no me meteré ahí ahora). Por ejemplo, desconozco dónde se fabricó, más allá de que al parecer fue en algún lugar de Vietnam, por lo que pone en la etiqueta. Desconozco quién tejió, y dónde y cómo se tejieron, las distintas piezas de tela que lo componen, y de dónde salieron o cómo se fabricaron esas telas, y cómo se llamaba el dependiente de la tienda que me lo vendió, entre otras (literalmente infinitas) cosas.
Y si la perspectiva de la araña sobre mi abrigo es limitada respecto a la mía, porque no es que ella no sepa, sino que ni siquiera podría saber, estas cosas que yo también desconozco sobre él, y ella ni siquiera sabe algo tan básico (para mí) como que eso constituye (para mí) un objeto o unidad al nivel ontológico, o que los humanos de por aquí lo llamamos «abrigo», etc., también hay que reconocer que, quizá en otro sentido, mi perspectiva también es limitada respecto a la suya. Ella, seguramente (ojalá tuviera manera de comprobarlo) ha notado en la superficie de mi abrigo unas vibraciones que yo no noto, y los minúsculos pelillos del fieltro exterior, que para mí no es más que una superficie uniformemente negra de tacto agradable, para ella seguramente hayan brillado con matices para mí inconcebibles a la luz de este sol invernal. Hay cosas de mi abrigo que esa araña sabe (y otras cosas que mi gato sabría al olfatearlo, y otras una hormiga al recorrerlo) y yo no.
Sin embargo, con esto no quiero ponerme del todo hippie y sugerir, como les podría parecer a algunos, que es imposible (o ilegítimo, en cualquier caso) jerarquizar las distintas formas de cognición o conocimiento y decir que en un sentido objetivo la perspectiva de la araña es más limitada que la mía –o la de cualquier otro ser humano normal– y punto. No estoy diciendo que la araña y yo tengamos ni la misma cantidad de conocimiento sobre ese abrigo (si pudiera cuantificarse de alguna manera aplicable a los dos por igual) ni, en particular, la misma calidad de conocimiento sobre ese abrigo: yo afirmo que el mío es inequívocamente, objetivamente, de un tipo superior al suyo. Lo que hay que reconocer es por qué se puede hacer, objetivamente, esa jerarquización, o, en cualquier caso, por qué es legítimo hacerla en este caso, en lugar de abrazar el igualitarismo metafísico (ahora tan de moda) de todo-vale-igual-que-todo y no-puede-haber-diferencias-de-valor-entre-unos-seres-y-otros.
La perspectiva de la araña es limitada respecto a la mía en un sentido clave, más importante que ese otro sentido en el que mi perspectiva es también limitada respecto a la suya: su tipo de conocimiento del abrigo es objetivamente inferior que el nuestro porque le permite hacer menos cosas con él de lo que el nuestro nos permite a nosotros; es decir, porque le da menos poder. Pero esto ya deja entrever el núcleo de mi respuesta: lo que importa en última instancia no es el conocimiento, sino el poder, y esa superioridad de mi perspectiva frente a la de la araña no reside tanto en que yo vea más cosas que ella, o de mayor complejidad cualitativa o conceptual que ella, sino en que yo puedo hacer más cosas que ella con ese abrigo, o con esa amalgama de materia que para mí, crucialmente, es un objeto, mientras que para ella no. Por tanto, a pesar de las apariencias, no es meramente una cuestión de conocimiento, o al menos no de conocimiento en el sentido clásico, heredero del platonismo, como «contemplación» pasiva o, en términos más modernos, «observación»; mirar sin tocar, saber sin hacer. La cuestión de fondo, de la que el conocimiento (operatorio, activo, agente, no meramente contemplativo) es tan solo una parte, es el poder: cuántas cosas, y cosas de qué tipo, de qué importancia (¿a cuántas vidas afectan? ¿cuánta energía mueven?) puedes hacer. Y ahí, en ese terreno, es indudable que los humanos estamos muy por encima de las arañas. (4)
Por ejemplo, este abrigo podría servir para guardarse del frío, y, supongamos, sobrevivir, en unas circunstancias en las que de otro modo moriría, al hombre que fabrique la bomba nuclear que barrerá todo un continente (si es que eso llegase a pasar, y fuese fabricada por un hombre, etc.), o a una de las futuras descubridoras de una cura efectiva contra el cáncer (si es que eso llegase a pasar, etc.), o a uno de los inventores de la tecnología que nos permitirá canalizar y emplear la energía del sol y que la humanidad, o como sea que se llamen a sí mismos nuestros descendientes por entonces, se expanda por la galaxia. Todo eso son cosas que no están al alcance de la pobre araña, digna como sin duda lo es; arroparse con ese abrigo para sobrevivir a un duro invierno es una cosa que ella no podría saber hacer con ese abrigo, pero no porque sea más estúpida o peor que nosotros, sino simplemente porque por su constitución, por su realidad biológica de ser araña y no humano (por tener «sangre de araña» en lugar de «sangre de Homo sapiens», podríamos decir, acaso poéticamente), no tiene tanta potencia –en un sentido spinoziano–, tanto poder, tanta capacidad de afectar cosas –y cosas tan grandes– como nosotros, así como nosotros no tenemos tanto poder, en este mismo sentido, como alguna de las especies alienígenas que tal vez acechen por la vastedad del cosmos, para quienes nosotros seamos cognitiva y operatoriamente tan pobres, y por tanto tan objetivamente inferiores en cuanto a poder y jerarquía, como las arañas lo son para nosotros. ¡Dios quiera que no nos encuentren antes de ponernos a su altura!
Dicho de otro modo: nosotros podríamos llevar a las arañas, como especie, a una colonia en Marte, mientras que ellas no podrían hacer lo mismo con nosotros, los humanos, porque no tienen ese poder (que nosotros, previsiblemente, tendremos de aquí a no mucho) de colonizar otros planetas y llevarse consigo muestras de otras especies. Esa asimetría fundamental es de lo que estoy hablando cuando digo que hay una diferencia de poder, en el sentido de poder afectar más cosas y cosas más grandes, entre nosotros. Nosotros, humanos, podríamos (con las tecnologías actuales o en un futuro cercano) aniquilar a las arañas como especie, mientras que ellas no podrían (y demos gracias) hacer lo propio con nosotros. Ergo, nosotros tenemos más poder que ellas, y somos superiores en ese sentido. Y nuestra forma de conocer las cosas, que en el fondo es simplemente un aspecto más de nuestra forma de operar con ellas, que a su vez no es más que un aspecto de nuestra forma biológica de ser en general, o de operar o actuar en el mundo, es decir, un aspecto más de nuestra naturaleza biológica; nuestra forma de conocer las cosas, decía, que nos permite crear con ellas máquinas que hacen increíbles cantidades de trabajo y mueven increíbles cantidades de energía, como ninguna otra especie en la Tierra (que sepamos) es capaz de mover, es por ello objetivamente superior a la forma de conocer de las arañas.
Y con esto concluyo. Tiene sentido decir que la araña tiene un tipo de conocimiento objetivamente inferior al mío, pero no porque yo sea el elegido de Dios o de los dioses y la araña no, ni porque yo sea especial y tenga la verdad revelada y única sobre el «verdadero ser» de las cosas y ella no, ni porque yo tenga lenguaje articulado y pueda poner nombre a las cosas que me encuentro y ella, pobre bestia, no (esto solo es un aspecto, un ingrediente de lo que nos separa, pero no hay que sobredimensionarlo ni tomarlo por lo principal): tiene sentido decir que mi conocimiento es superior al suyo porque yo tengo más potencia, en un sentido spinoziano, o soy más poderoso que ella, aunque, insisto, sin por ello despreciar ni quitarle méritos a la araña. Yo, y los humanos en general, somos una forma de vida objetivamente superior a las arañas, los gatos, las hormigas, los tiburones y los monos porque podemos hacer más cosas, afectar más cosas y cosas más grandes, o, en términos más físicos, mover más cantidades de energía. Y somos superiores a ellos, objetivamente, en este sentido crucial, sin que ello implique, en principio, ninguna otra cosa más allá de esa mera constatación (por ejemplo, que nosotros estemos justificados en dominar, explotar o incluso exterminar a esas otras especies inferiores –tal vez incluso, precisamente, por ser inferiores–, etc.): toda consecuencia normativa que quiera extraerse de esta jerarquización va aparte y hay que justificarla independientemente, pero la jerarquía misma, con el poder (en este sentido ensayado) como eje, se justifica por la propia naturaleza: por la evidencia ubicua, intuitiva, compartida por todos los seres capaces de cierto nivel de cognición, de que hay seres más y menos poderosos ahí fuera, y tú –y tu especie– estáis en determinada posición en esa jerarquía de las formas de vida, normalmente tanto de superioridad como de inferioridad respecto a otros seres: una posición inferior respecto a los que pueden comerte, dominarte, aniquilarte, explotarte, protegerte, o, en definitiva, hacer cierto número de cosas que tú no puedes hacer con ellos, y superior respecto a aquellos con los que tú –y los tuyos– sí tenéis ese poder y no a la inversa. La esencia de esta jerarquía natural reside, pues, en la asimetría de potencias: quién podría dominar (o matar) a quién, pero no a la inversa. Es así de fácil.
Y el conocimiento, que es la base que subyace a toda esta discusión, no es más que una de las vías en las que opera, o en las que se da, esa diferencia de poder, que es la diferencia verdaderamente importante. Pero no hay que confundir tener un conocimiento superior con tener el conocimiento verdadero en un sentido unívoco o pretendidamente absoluto. Al final, ni la araña ni yo sabemos lo que son «realmente» las cosas, o lo que son «en sí mismas»: solo tenemos cada uno una perspectiva particular que nos permite saber unas cosas y nos oculta otras. Y esto es necesario, pues no hay conocimiento sin perspectiva, no hay conocimiento total, a no ser que postulemos entidades límite como el Dios personal de las religiones monoteístas, o el noúmeno (mal entendido, a mi juicio) en un sentido positivo, como «la realidad en sí por detrás de todas las apariencias». Dejémonos de flautas: solo hay apariencias, solo hay perspectivas, y todo con lo que podemos contar son facetas, trozos, fragmentos, de un conocimiento siempre limitado, aproximado y falible. Pero lo realmente importante no está ahí. Y tal vez sea precisamente por eso, porque no hay una verdad única y definitiva ni un Dios a nuestra medida que, paternalmente, nos la garantice o nos la conceda, por lo que lo realmente importante no es el conocimiento, sino el poder.
Notas
(1) Lieberman, Daniel, Spellbound: Modern Science, Ancient Magic, and the Hidden Potential of the Unconscious Mind, BenBella Books, 2022, pp. 237-238.
(2) https://en.wikipedia.org/wiki/Rumpelstiltskin#Rumpelstiltskin_principle
(3) A no ser que creas en algún tipo de Dios personal, al estilo de las religiones monoteístas, que literalmente tiene los conceptos verdaderos de las cosas en su mente (los verdaderos, claro, porque siendo Dios no van a ser los falsos, los incorrectos; solo faltaba), o que asignes arbitrariamente, ad libitum, que el ser de las cosas para este sujeto o este tipo de sujeto en particular –por ejemplo tú mismo, o tu cultura, o tu especie– es el «verdadero» o correcto y todas las demás perspectivas posibles son incorrectas o falsas; pero, aunque esta es una posición que puede adoptarse, y que de hecho nos sentimos tentados a adoptar en general, creo que para la práctica filosófica conviene huir de esta clase de excepcionalismo autoindulgente.
(4) Sin desmerecer tampoco los poderes de las arañas, que son muchos y, a su propio nivel, perfectamente suficientes, pero que en todo caso no pueden compararse, en un sentido objetivo de «poder» o «potencia» (por ejemplo, como propongo yo, calculando en términos físicos cuánta energía mueven o son capaces de manipular), con los nuestros.